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  1. Primera reunión (17 de octubre de 2013)

    jueves, 24 de octubre de 2013

    El pasado 17 de octubre tuvimos nuestra primera reunión. Empezamos fuerte, intentando ir a la raiz. Queríamos saber como está nuestra fe y para ello nos hicimos tres preguntas.
    Para responderlas utilizamos un texto del libro: "Fijos los Ojos en Jesús" (el que quiera el libro completo en PDF lo puede descargar desde aqui). En concreto utilizamos una parte del capítulo 5 escrita por Juan Martín Velasco.



    Las preguntas eran las siguientes:
    1. ¿Cómo ejercitamos nuestra condición de ser creyentes? ¿Cómo vivimos la experiencia de la fe?
    2. Pongamos en común qué relación tiene para nosotros la oración con la fe, y cuál es nuestra experiencia de oración.
    3. ¿Cómo vivimos nuestra fe cristiana en relación con el amor al prójimo?

    Y aqui dejamos el texto en el que nos apoyamos para responderlas:

    EL EJERCICIO DEL SER CREYENTE

    a) La fe tiene vocación de experiencia
    Comprendida la fe como «creer que» referido a verdades reveladas, la experiencia de Dios y de la fe en él era considerada un camino alternativo al de la fe, reservado a sujetos agraciados con alguna forma de visión de Dios. Así se entendían literalmente las palabras del Resucitado a Tomás: «Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin ver crean», atribuyendo la primera condición, la de los que verían, a las grandes figuras del Antiguo Testamento: Abrahán, Moisés, los profetas; a los primeros discípulos y los grandes místicos; y la segunda, la de los que «solo» podrían creer, al común de los creyentes. Hoy sabemos que tal lectura no hace justicia al texto. Primero, porque «a Dios no le ha visto nadie jamás» (Jn 1,18), y, como escribió ya san Juan de la Cruz: «María Magdalena y los discípulos no vieron al Señor y por eso creyeron, sino que creyeron y por eso vieron. Y, en segundo lugar, porque, como hemos visto anteriormente, solo una concepción distorsionada de la fe puede reducirla a «creer lo que no vimos»; mientras que, entendida como adhesión y reconocimiento personal del Dios que se nos autorrevela, solo puede realizarse como un largo proceso de experiencias. Desde esta visión de la fe, los teólogos de nuestro tiempo coinciden en afirmar: «La fe tiene vocación de experiencia»
    Dejamos aquí de lado la experiencia de la fe en el sentido objetivo del genitivo, es decir, la experiencia que tiene a la fe por objeto, para referirnos exclusivamente a la experiencia que es la fe, entendida como actitud fundamental por la que el sujeto, convocado, interpelado por la presencia del Dios que se le revela, la acoge en un acto de trascendimiento de sí mismo y de confianza incondicional, en la que «se confía» a ella. La puesta en ejercicio de esta actitud fundamental, el acto de creer, no es un acto particular, categorial -si cabe hablar así-, que se añada al resto de los actos de la vida de la persona. Es una opción fundamental que afecta al conjunto de la persona, es «un acto del hombre todo»; un acto de obediencia por medio del cual «se confía total y libremente a pios» (DV 5). Un acto, dirá Kierkegaard, por el que «al querer ser sí mismo, el yo se apoya de una manera lúcida en el poder que lo ha creado», «en el Poder que lo fundamenta» por eso no es exagerado decir que ser creyente comporta, por parte del hombre, una forma nueva de ejercicio de la existencia, que pasa de existir desde sí mismo como origen y fundamento de la propia vida, a existir desde Dios, aceptado como raíz, origen y meta de su ser. Por eso el cristianismo se refiere al creer como «un nuevo nacimiento» (Jn 3,3-8). Y afirma que la fe genera un «hombre nuevo» (Ef 2,15; 4,24); que el creyente ha comenzado a ser en Cristo «una nueva criatura» (2 Cor 5,17).
    Esta nueva forma de existencia permite caminar en «una vida nueva» (Rom 5,4) que comporta «la conversión de la mirada» que purifica la pupila del alma, «lo que hay en el hombre de más divino» y la «conversión del corazón», una expresión con la que san Bernardo define la fe, que expresa la sanación de la voluntad y del deseo liberados para su orientación al Bien sumo, y la de la libertad que se eleva del libre albedrío, de la capacidad de elegir y de la autodeterminación y el dominio de sí mismo a la «aspiración a la gracia», «en la que consiste la verdadera libertad» (Como afirma, tras san Agustín y santo Tomas, M. de Unamuno, Diario íntimo. Madrid, Alianza, 1970, p. 13.).
    Una actitud así necesita para hacerse realidad, para permanecer en el curso de la vida de la persona y para animar esa Vida en todas sus etapas, ejercitarse, traducirse en actos, encarnarse en la práctica. No se trata, naturalmente, de la repetición de aquellas fórmulas estereotipadas de «actos de fe, esperanza y caridad» de los devocionarios de otros tiempos, que al repetirse un tanto rutinariamente corrían el peligro de suplir, más que realizar, la actitud creyente. Se trata de actitudes y actos de la vida cristiana inmediatamente arraigados en la actitud teologal y que la activan en sus múltiples dimensiones.

    b) La oración, puesta en ejercicio de la fe
    La primera actualización de la fe es la oración. A partir de la expresión de santo Tomas: Oratio est religionis actus, que de suyo significa solo que la oración es acto de la virtud de religión, otros autores han utilizado la expresión dando a actus el sentido fuerte de la palabra en la filosofía aristotélico-tomista, para expresar que la oración es la puesta en acto, el ejercicio, la realización primera de la religión y, en el caso cristiano, de la fe. Hemos insistido en que ser creyente, ejercitar la actitud teologal, constituye una nueva forma de ejercicio de la existencia que afecta a todas las dimensiones de su persona y transforma su ejercicio. El sujeto de la actitud teologal, hemos dicho, es el hombre todo, el hombre en su más profundo centro. Por eso a Dios solo se le ama, en él solo se confía, «con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser, con todas las fuerzas». El ejercicio de la actitud teologal genera como primer nivel de su realización una peculiar forma de vivir que da lugar a la actitud orante. En ella comienza el hombre a vivir la toma de conciencia de esa misteriosa Presencia que lo habita y su decisión de responder a ella. Puede describirse, en hermosa fórmula de san Juan de la Cruz, como «advertencia amorosa de Dios» presente, y consiste fundamentalmente en poner la persona, vivir la vida toda coram Deo, en la presencia de Dios.
    Es, como puede verse, ejercitar ese «heme aquí», primer paso de la respuesta creyente, dirigido a la Presencia que le precede, le llama y reclama la respuesta de su adhesión. Romano Guardini la ha llamado hermosamente «esa íntima apertura indefensa que se llama orar». La actitud orante sitúa además a la persona a la luz de la verdad y envuelve su vida en un clima de confianza, porque le revela su finitud radical, a contraluz de la grandeza divina; le permite descubrir su condición pecadora, sin capacidad de salvarse a sí mismo, pero le revela al mismo tiempo la dignidad de su vocación, la profundidad de su ser, el horizonte infinito al que están abiertas sus posibilidades. Por eso tantas veces la presencia de Dios es interpretada por el hombre en oración como la luz imprescindible para caminar por la vida. A esta luz, la vida del hombre, cualesquier a que sean sus circunstancias, le aparece como don, fruto de una iniciativa amorosa que ilumina su origen y que debe hacer suyo en la «aceptación de sí mismo». Una aceptación que no engendra fatalismo, porque la confianza de la que parte constituye la mejor plataforma para la lucha por transformar el mal con el que se enfrenta en su vida.
    A la luz de la Presencia, la actitud orante transfigura la vida del sujeto y el mundo en el que vive, y esa transfiguración se refleja después en las diferentes formas de oración en que se difracta la actitud orante ejercitada en las diferentes circunstancias de la vida y en los actos de oración que cada una de esas formas origina.
    Aun siendo claro que la oración es «puesta en acto de la fe», esto no significa que la relación entre ambas suponga siempre la existencia previa de la fe ya realizada como condición para la práctica de la oración. En el Nuevo Testamento no faltan oraciones dirigidas justamente a la mejora y la profundización de la fe: «Señor, yo creo; pero ven en ayuda de mi incredulidad» (Me 9,24); por otra parte, existen no pocos hechos que autorizan lo que algunos comprenden bajo la rúbrica de «oración de los que no creen» (Ya antes de su conversión, Charles de Foucauld oraba: «Dios mío, si existes, haced que os conozca»). Porque, en realidad, fe y oración están estrechamente relacionadas; la fe no puede vivir sin la oración, pero esta, a su vez, no puede acontecer sin la fe. Kierkegaard lo expresó en una fórmula muy feliz: «La fe es madre de la oración; pero hay ocasiones en las que las hijas tienen que alimentar a sus madres».
    Las múltiples formas de oración no son, finalmente, otra cosa que la difracción, según el contenido, el sujeto, el método y las circunstancias de la vida, de la actitud orante presente en todas ellas. Pero ninguna de ellas, ni la suma de todas, agota la vida de la oración. En todas se encarna esa disposición fundamental que hemos descrito como actitud orante.
    Cuando el creyente pasa por una situación de necesidad, su forma de orar es pedir auxilio en la oración de petición (Andrés Torres Queiruga. Vigo, Galaxia, 2012.)54; cuando vive el valor y el gozo de la vida, prorrumpe en acción de gracias y en oración de alabanza; cuando se ve sacudido por la prueba, convierte en oración la pregunta, el lamento y la queja.
    Para todas estas formas de oración me permito remitir a “Orar para vivir”. La oración asidua del creyente le conduce a veces a esa forma eminente de oración que es la contemplación, en la que la fe ilustrada con los dones del Espíritu le permite vivir la experiencia mística que culmina en la experiencia de la unión con Dios por «contacto amoroso» con él (Desarrollo de la cuestión en El fenómeno místico, o. c., esp. pp. 359-386.).

    c) La actualización de la fe por la práctica del amor
    A ella se refiere explícitamente san Pablo en la carta a los Gálatas, donde declara que lo que vale en Cristo es «la fe que se realiza por el amor». A esta realización de la actitud teologal por la práctica del amor remiten permanentemente los textos de san Juan: «Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). Este aspecto de la realización de la actitud creyente encuentra un eco intenso en los cristianos de nuestro tiempo, debido a la agudización de la conciencia del escándalo que supone la pobreza en el mundo actual. Este hecho, para muchos cristianos actuales, forma parte de la situación religiosa de nuestro tiempo, y la existencia de los pobres ha pasado a formar parte del núcleo mismo del ser cristiano, como parte de la realización del hecho de creer en el Dios revelado en Jesucristo y de la pertenencia a la Iglesia, reconocida como Iglesia de los pobres. De ahí también la progresiva incorporación de los pobres y la opción por ellos a la realización de la comprensión de la espiritualidad cristiana, la actitud teologal y la experiencia de Dios. Porque, condicionada por circunstancias económicas, sociales y políticas, la nueva conciencia cristiana en relación con la pobreza ha redescubierto la visión bíblica de los profetas, y como ellos ha introducido la respuesta a la injusticia que esa pobreza exige, y la lucha contra ella, en el centro mismo de la relación con Dios: «Defendía la causa del humilde y del pobre, y todo le iba bien. Eso es lo que significa conocerme», exclama Jeremías como «oráculo del Señor» (Jr 22,16; cf. Is 58).
    Las razones de esta incorporación de la actitud para con los pobres a la realización de la actitud teologal son muchas y están arraigadas en la estructura misma de la actitud teologal cristiana. La más obvia sin duda es que la comprensión cristiana de Dios como amor hace que su conocimiento se haga realidad en el acto de amor que tiene su destinatario inmediato en el prójimo: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (1 Jn3,14).

    Por otra parte, los cristianos descubrimos la presencia de Dios en Cristo, sacramento de nuestro encuentro con él, y Jesús aparece como enviado para «anunciar la buena noticia a los pobres», identificándose con ellos y ligando el encuentro con él a la atención a los más pequeños: «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis», «porque tuve hambre y me disteis de comer» (Mt 25,35-40). Por eso, la referencia al amor al prójimo y al servicio a los pobres ha sido considerado siempre el criterio por excelencia de una actitud auténticamente cristiana y de toda experiencia de Dios. Desde esa visión creyente de los pobres, la relación con ellos deja de ser la sola práctica dela misericordia, parte de la moral cristiana que se sigue del cumplimiento de los preceptos, y adquiere una dimensión teologal. Así, la relación con los pobres pasa a formar parte de la realización efectiva de la experiencia de la fe como el medio por excelencia de la puesta en ejercicio de la actitud creyente.


    Al acabar la reunión pensamos que era importante que las personas que no pueden asistir a las reuniones puedan recibir el material y también, de alguna manera, compartir y "escuchar". 

    Este blog quiere ser ese cauce en el que disponer de los materiales y poner en común lo que va siendo nuestro itinerario de grupo. Si va a funcionar o no dependerá de nosotros, de nuestra inquietud y ganas de dedicarle un rato a este blog. Yo creo en las promesas...

    Aqui está la primera piedra ;) 

  2. 1 comentarios:

    1. Alex dijo...

      La reunión del pasado jueves me dejó muy buenas sensaciones. Compartir desde la raíz me ayudó a ser consciente de que la vía para vivir la fe es la propia experiencia. "La fe tiene vocación de experiencia". Creo además que esta frase resume muy bien la labor de un catequista, conseguir a hacer participes a todos nuestros chavales de nuestra experiencia de fe.
      Ayer por casualidad me encontré con el discurso del Papa Francisco en el último congreso internacional sobre catequesis donde nos dice: "El corazón del catequista vive siempre este movimiento de «sístole y diástole»: unión con Jesús y encuentro con el otro. Son las dos cosas: me uno a Jesús y salgo al encuentro con los otros. Si falta uno de estos dos movimientos, ya no late, no puede vivir. Recibe el don del kerigma (anuncio, proclamación), y a su vez lo ofrece como don. Esta palabrita: don. El catequista es consciente de haber recibido un don, el don de la fe, y lo da como don a los otros"
      ¡Vaya! soy catequista, he recibido este don y ahora... ¿cómo lo potencio?
      En la entrada está la respuesta:
      - La oración es la puesta en acto, el ejercicio, la realización primera de la religión y, en el caso cristiano, de la fe
      Y la que más me gustó:
      - Esa íntima apertura indefensa que se llama orar
      Pues lo dicho abramos nuestro corazón, "derribemos nuestros muros" y oremos.
      Todo esto me propongo para el nuevo curso. Necesitaré vuestra ayuda ;-)
      Un abrazo

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